Reforma

Scarlett Hooft Graafland; Narrativas Fragmentadas

Jesús Pacheco

Globos, sombreros, llamas, amencos, caballos y paisajes alejados se combinan en la obra de esta fotógrafa holandesa para crear imágenes casi surrealistas, que ella considera una forma de celebrar la belleza de la naturaleza.
Fotografía, performance, instalación escultura se entrecruzan en la obra de la holandesa Scarlett Hooft Graafland (1973). En sus imágenes deconstruye la realidad para volver a armarla a su antojo y crear un mundo en el que tienen cabida lo mismo una coreografía estática de mujeres incas en medio de un desierto de sal, que sombreros y pizzas otantes, un iglú de peculiar coloración o su cuerpo desnudo sobre granjas islandesas a manera de escultura efímera.
Sus fotos pueden ser vistas como documentos de los elaborados performances e instalaciones que ha realizado en territorios agrestes como el Salar de Uyuni, en Bolivia, o Igloolik, en el ártico canadiense. Pero si se pretendiera describir sus imágenes sólo como la documentación de una acción artística fugaz se estaría dejando fuera esa realidad independiente que se ha propuesto crear Hooft Graafland, en la que lo fantástico y lo irracional reinan, obedeciendo a caprichos inspirados por artistas del surrealismo como René Magritte, a quien cita como una de sus principales in uencias.
El trabajo de Hooft Graafland ha merecido exposiciones individuales por toda Europa y ha formado parte de muestras colectivas en el Metropolitan Museum, de Nueva York, y el Musée D’Orsay, de París, entre otras. Aunque tiene como base de operaciones tanto Amsterdam como Nueva York, viaja con frecuencia para el desarrollo de sus proyectos. Lo ha hecho por Islandia, Israel, China, Bolivia, Estados Unidos...
El año pasado, vivió cuatro meses en la comunidad inuit de Igloolik, muy al norte de Canadá, para trabajar una de sus series más recientes, You Winter, let’s get divorced (Invierno, vamos a divorciarnos), en la que podemos hallar, entre otras fotografías, la de un hombre vestido en piel de lobo y recargado en un iglú de un color muy distinto al que suele tener ese tipo de construcciones. De hecho, Hooft Graafland respondió la primera parte de esta entrevista en pleno viaje, desde la biblioteca de un pequeño pueblo al este de Noruega. Luego interrumpió la comunicación por cuatro o cinco días, para reaparecer disculpándose y explicando que de pronto se le complicaba encontrar lugares para conectarse a Internet en su camino a las montañas noruegas, donde se encontraría con una familia sami que se dedica a pastorear una enorme manada de renos y con la que pasará una temporada. Los conoció hace unos meses y hoy regresa, ya con mejores condiciones climáticas y mejor luz, para trabajar con ellos su próxima serie.
‘He viajado mucho los últimos días, y las distancias en Noruega son mucho más grandes de lo que imaginaba”, explicó, “pero acabo de enviarte imágenes de mis distintas series. Espero que funcionen. Si olvidé algo, avísame pronto, porque estoy planeando encaminarme mañana a las montañas otra vez, y proba- blemente no haya conexión a Internet por allá”. Hooft Graafland tenía la opción de pedir a su galería que me enviara las imágenes, pero decidió hacerlo ella misma, sin importarle que le requiriera horas hacerlo.

¿Cómo nació tu interés por la fotografía?
Estudié escultura, y el uso de la fotografía llegó de una forma muy natural; era una manera muy efectiva de documentar los proyectos. Al principio, hacía más instalaciones o performances, y hacía una que otra instantánea o algún video de ellos, sobre todo cuando trabajaba proyectos especí cos de campo. Entonces comencé a darme cuenta de que la fotografía era muchas veces la úni- ca cosa que permanecía de los proyectos, así que decidí hacer fotos de mejor calidad. Comencé a usar una Mamiya de formato medio, de manera que pudiera tener impresiones más grandes, de tamaños que favorecieran a las obras. Creo que es interesante lo que escribió Susan Sontag en Sobre la fotografía acerca de la obra de Robert Smithson y Walter de María. Decía que aunque sus trabajos de land-art se habían vuelto conocidos principalmente a través de la documentación fotográ ca, esas fotos eran incapaces de reproducir en nosotros la experiencia original, aunque pareciera que sí. Así que las fotografías de ese tipo de obra se transforman en una realidad en sí mismas. Mis fotos también están precedidas por la realidad original (el montaje), pero la realidad independiente que se muestra en la fotografía es el objetivo desde el principio.
Hooft Graafland estudió escultura, pero con énfasis en piezas para sitios especí cos y el uso de múltiples materiales no tradicionales, así que, tras ver la estética que ha cultivado en sus fotografías, podemos concluir que logró combinar de manera equilibrada su formación original como escultora, el o cio fotográ co adquirido durante aquellos primeros proyectos y su espíritu viajero.

¿Cómo te interesaste en la instalación?
Me gusta crear poesía visual y construir escenarios en el contexto de un lugar particular. Y la instalación es una buena manera de mezclar esos elementos.
Tus fotos suelen incorporar algunos elementos surrealistas.

¿Quieres sólo crear poesía o tal vez inspirarnos también algunos sueños extraños?
Intento crear narrativas fragmentadas, imágenes que se sostengan por sí mismas, que no necesiten explicación y den cabida a las interpretaciones del espectador.

¿Haces foto para recordar?, ¿para ol- vidar?, ¿para recrear...?
Tomo fotos para escribir mis propias historias, para celebrar la belleza de la naturaleza, para sorprender y ser sorprendida.
Has dicho que no es tu intención hacer fotos “hermosas”.

¿Entonces cuál es la intención?
Crear un mundo que se sostenga por sí mismo. Y que pueda hacerte sonreír.

¿Cómo surgió la serie que trabajaste en el ártico canadiense?
Al igual que el desierto boliviano de sal, la llanura polar cercana a Igloolik es un paisaje completamente desprovisto de color. Eso provoca fantasías sobre colorear temporalmente el lugar, como si el inmenso paisaje nevado fuera un pedazo de papel en el que pudieras crear tus propios dibujos. Uno de los proyectos que trabajé ahí fue un iglú hecho de bloques de naranjada congelada. Los hombres de la comunidad inuit me ayudaron a construirlo, algo que no fue fácil, sobre todo porque quienes tienen la experiencia para construir iglúes son los hombres más viejos de la comunidad.
Yo quería combinar dos aspectos que pueden verse hoy en día en las comunidades inuit: por un lado, las generaciones jóvenes llevando mo- dos de vida occidentales, trabajando con computadoras, bebiendo refresco y limonadas, y, por el otro, los ancianos, que todavía mantienen sus tradiciones y tienen las habilidades para sobrevivir en el ártico. El título, You Winter, let’s get divorced, es la frase de un viejo poema inuit, que me parece muy poderosa. Al escucharla puedes sentir el deseo de días más cálidos, pero al mismo tiempo está presente el invierno interminable. Y el paisaje también parece lamentarse.

¿Fue difícil trabajar en la llanura polar?
Sí, hubo muchas di cultades. Me tomó mucho tiempo contactar a los lugareños, luego viajar con ellos en sus trineos sobre el hielo, encontrar las locaciones adecuadas para las fo- tos, conseguir los materiales precisos, como la piel de oso polar que me prestó una anciana... Toma un buen rato conseguir todo. Y a todo eso hay que agregar las condiciones climáticas duras; algunas veces pasaba una semana completa con tormenta de nieve en la que de plano no se podía salir. Y las temperaturas podían ser tan bajas que di cultaban mucho salir y tomar fotos. Incluso un día en que estuve fuera por 20 minutos o un poco más, mi nariz resultó herida por congelación. Hay que ser muy cuidadosos con semejantes temperaturas.
La sencillez aparente de las imágenes de Hooft Graafland no suele dar pistas del proceso detrás de ellas, de las di cultades padecidas o de las exigencias de trabajar en esos escenarios inhabitados. Su labor está estrechamente ligada a la colaboración de los lugareños. Por ejemplo, para llegar a la imagen del iglú anaranjado, esa que puede provocar desde una sonrisa hasta un sentimiento de extrañeza, fabricó los bloques con refresco de naranja congelado y pidió ayuda para construirlo a un inuit. El iglú fue construido cerca de una escuela y, después de que ella obtuvo la foto deseada, se convirtió en sitio de reunión de los estudiantes.

¿Y cómo fue trabajar en el desierto boliviano de sal?
En Bolivia tuve suerte de poder via- jar y trabajar con el artista boliviano Gastón Ugalde y sus asistentes, lo cual hizo una gran diferencia. Pero las condiciones climáticas se ponían duras de repente. Podía hacer mu- cho frío, y la altura era tanta que me tomó un buen tiempo acostumbrarme. También se nos poncharon las llantas y tuvimos problemas mecánicos con la camioneta en el desierto. Y convencer a los lugareños para que nos ayudaran fue todo un reto; no siempre lo conseguimos.

¿Ves ligada tu obra al land-art?
Lo está de cierta manera. Me fascinan los trabajos de land-art que Robert Smithson hizo a principios de los 70. Ese enfoque de gran escala es muy estadounidense. Hay mucho espacio en Estados Unidos, y durante los 70, los artistas lo usaron como si la naturaleza fuera inagotable. Podías poner tu marca donde fuera, algo que ya no es posible.
Con Vanishing Traces (Rastros desaparecidos), la espiral de globos que situé en la laguna Colorado, al sur de Bolivia, quería rendir un homenaje al Spiral Jetty (Embarcad ro en espiral), de Smithson. En algún lado leí que al inicio planeaba construir esa pieza en ese lago en particular, pero fue difícil por lo lejano de la locación; por ello escogió el Great Salt Lake, de Utah. Yo utilicé globos sonda, que son de un material muy ligero; uno de ellos ya voló y los demás se disolverán con el tiempo, dando a la pieza un toque temporal.
Ana Mendieta es otra artista cuyo trabajo me intriga. Me encanta
la manera en que se las arregla para expresarse con un lenguaje muy poderoso, colocando su cuerpo en la naturaleza de formas muy íntimas
y discretas. Mendieta hizo sus per formances sin audiencia, sólo frente al ojo de su cámara. Por la misma época, sus colegas hombres estaban produciendo grandiosas obras de land-art. Siento a nidad con ella por lo temporal y efímero de su trabajo.
Tu obra está relacionada al mismo tiempo con la fotografía de naturaleza como con la instalación o el per formance.

¿Cómo surge ese vínculo? Me gusta encontrar paisajes que sean casi irreales, espacios que pa- rezcan de otro mundo, en los que no haya mucha presencia humana. Juego con ello al montar performances en esos escenarios. Y tam- bién para cuestionar nuestro papel en la naturaleza o mostrar lo pequeños que somos en comparación. Mi nostalgia por las regiones completamente naturales me empuja a explorar esos lugares remotos. Me fascina cómo la gente local consigue sobrevivir en ellos a pesar de las circunstancias inclementes. También es fantástico experimentar el espacio inmenso. Se tiene una sensación indescriptible de libertad.

¿Cómo escoges las locaciones?
Con frecuencia escucho sobre algo y comienzo a investigar. La mayoría de las veces, en pláticas informales. Por ejemplo, escuché el rumor de un artista de Bolivia que usaba un lago a manera de galería y que invitaba a artistas a crear obra en y alrededor del lago. Hice una larga investigación antes de dar con el rastro del artista, Gastón Ugalde, y plan- tearle las ideas que tenía para el lago. Entonces me invitó a ir, e incluso trabajamos juntos en algunos proyectos durante las visitas que hice a Bolivia. Me gusta que cuando cono- ces artistas de otros países, con bagajes culturales distintos, hablas un lenguaje común, y ese intercambio es enriquecedor.

¿Qué aprendiste de la naturaleza en Bolivia o Islandia?
Lo principal que aprendí fue lo po- derosas que pueden ser las circunstancias climáticas. En Bolivia, tuvimos que conducir durante días por el desierto de Uyuni, llevando con nosotros los materiales que usa- ríamos, y pasar la noche en las casas de los lugareños si encontrábamos alguno, o en la misma camioneta. Tampoco fue tan fácil viajar por Islandia. El clima podía cambiar en cuestión de minutos. Te podían sorprender fuertes tormentas de nieve, vientos furiosos, etcétera.

¿Y qué aprendiste de la gente que vive en esos climas extremos?
La gente vive ahí de una manera más intuitiva, sin agendas estrictas. Hay más armonía con la naturaleza, el clima dicta la actividad del día. Y experimenté la generosidad de esas personas, incluso aunque vivieran en circunstancias difíciles y no tuvieran mucho para compartir.

¿Por qué escogiste Noruega para el proyecto que estás trabajando? Cuando estuve en Igloolik escuché muchas historias de cazadores sobre las manadas de caribúes, de cómo se trasladan, con frecuencia en grandes grupos. Me fascinaban esas historias, pero era imposible verlos; estaban muy lejos. Entonces decidí venir a Noruega, donde el pueblo sami pastorea grandes rebaños de renos, menos salvajes que los caribúes, pero con muchas similitudes.
Aunque Noruega está cerca de Holanda, es un lugar muy diferente, con una naturaleza poderosa y casi intacta. Y el pueblo sami aún tiene una vida apegada a sus tradiciones, aunque ahora con tecnologías modernas. Así que me interesó vivir por un rato con ellos y aprender más de sus tradiciones, su forma de trabajar con los animales, etcétera.
En tus fotos hay vínculos raros entre la naturaleza y la gente...
Me gusta encontrar paisajes que sean casi irreales para crear situaciones surrealistas, casi como un “no lugar”. Se puede llegar a pensar que las imágenes tienen trabajo en Photoshop, pero yo nunca trabajo con lo digital. Aunque me gusta jugar con esa ambigüedad. Casi como una pintura de Magritte.

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Scarlett Hooft Graafland; Narrativas Fragmentadas

Jesús Pacheco

Globos, sombreros, llamas, amencos, caballos y paisajes alejados se combinan en la obra de esta fotógrafa holandesa para crear imágenes casi surrealistas, que ella considera una forma de celebrar la belleza de la naturaleza.
Fotografía, performance, instalación escultura se entrecruzan en la obra de la holandesa Scarlett Hooft Graafland (1973). En sus imágenes deconstruye la realidad para volver a armarla a su antojo y crear un mundo en el que tienen cabida lo mismo una coreografía estática de mujeres incas en medio de un desierto de sal, que sombreros y pizzas otantes, un iglú de peculiar coloración o su cuerpo desnudo sobre granjas islandesas a manera de escultura efímera.
Sus fotos pueden ser vistas como documentos de los elaborados performances e instalaciones que ha realizado en territorios agrestes como el Salar de Uyuni, en Bolivia, o Igloolik, en el ártico canadiense. Pero si se pretendiera describir sus imágenes sólo como la documentación de una acción artística fugaz se estaría dejando fuera esa realidad independiente que se ha propuesto crear Hooft Graafland, en la que lo fantástico y lo irracional reinan, obedeciendo a caprichos inspirados por artistas del surrealismo como René Magritte, a quien cita como una de sus principales in uencias.
El trabajo de Hooft Graafland ha merecido exposiciones individuales por toda Europa y ha formado parte de muestras colectivas en el Metropolitan Museum, de Nueva York, y el Musée D’Orsay, de París, entre otras. Aunque tiene como base de operaciones tanto Amsterdam como Nueva York, viaja con frecuencia para el desarrollo de sus proyectos. Lo ha hecho por Islandia, Israel, China, Bolivia, Estados Unidos...
El año pasado, vivió cuatro meses en la comunidad inuit de Igloolik, muy al norte de Canadá, para trabajar una de sus series más recientes, You Winter, let’s get divorced (Invierno, vamos a divorciarnos), en la que podemos hallar, entre otras fotografías, la de un hombre vestido en piel de lobo y recargado en un iglú de un color muy distinto al que suele tener ese tipo de construcciones. De hecho, Hooft Graafland respondió la primera parte de esta entrevista en pleno viaje, desde la biblioteca de un pequeño pueblo al este de Noruega. Luego interrumpió la comunicación por cuatro o cinco días, para reaparecer disculpándose y explicando que de pronto se le complicaba encontrar lugares para conectarse a Internet en su camino a las montañas noruegas, donde se encontraría con una familia sami que se dedica a pastorear una enorme manada de renos y con la que pasará una temporada. Los conoció hace unos meses y hoy regresa, ya con mejores condiciones climáticas y mejor luz, para trabajar con ellos su próxima serie.
‘He viajado mucho los últimos días, y las distancias en Noruega son mucho más grandes de lo que imaginaba”, explicó, “pero acabo de enviarte imágenes de mis distintas series. Espero que funcionen. Si olvidé algo, avísame pronto, porque estoy planeando encaminarme mañana a las montañas otra vez, y proba- blemente no haya conexión a Internet por allá”. Hooft Graafland tenía la opción de pedir a su galería que me enviara las imágenes, pero decidió hacerlo ella misma, sin importarle que le requiriera horas hacerlo.

¿Cómo nació tu interés por la fotografía?
Estudié escultura, y el uso de la fotografía llegó de una forma muy natural; era una manera muy efectiva de documentar los proyectos. Al principio, hacía más instalaciones o performances, y hacía una que otra instantánea o algún video de ellos, sobre todo cuando trabajaba proyectos especí cos de campo. Entonces comencé a darme cuenta de que la fotografía era muchas veces la úni- ca cosa que permanecía de los proyectos, así que decidí hacer fotos de mejor calidad. Comencé a usar una Mamiya de formato medio, de manera que pudiera tener impresiones más grandes, de tamaños que favorecieran a las obras. Creo que es interesante lo que escribió Susan Sontag en Sobre la fotografía acerca de la obra de Robert Smithson y Walter de María. Decía que aunque sus trabajos de land-art se habían vuelto conocidos principalmente a través de la documentación fotográ ca, esas fotos eran incapaces de reproducir en nosotros la experiencia original, aunque pareciera que sí. Así que las fotografías de ese tipo de obra se transforman en una realidad en sí mismas. Mis fotos también están precedidas por la realidad original (el montaje), pero la realidad independiente que se muestra en la fotografía es el objetivo desde el principio.
Hooft Graafland estudió escultura, pero con énfasis en piezas para sitios especí cos y el uso de múltiples materiales no tradicionales, así que, tras ver la estética que ha cultivado en sus fotografías, podemos concluir que logró combinar de manera equilibrada su formación original como escultora, el o cio fotográ co adquirido durante aquellos primeros proyectos y su espíritu viajero.

¿Cómo te interesaste en la instalación?
Me gusta crear poesía visual y construir escenarios en el contexto de un lugar particular. Y la instalación es una buena manera de mezclar esos elementos.
Tus fotos suelen incorporar algunos elementos surrealistas.

¿Quieres sólo crear poesía o tal vez inspirarnos también algunos sueños extraños?
Intento crear narrativas fragmentadas, imágenes que se sostengan por sí mismas, que no necesiten explicación y den cabida a las interpretaciones del espectador.

¿Haces foto para recordar?, ¿para ol- vidar?, ¿para recrear...?
Tomo fotos para escribir mis propias historias, para celebrar la belleza de la naturaleza, para sorprender y ser sorprendida.
Has dicho que no es tu intención hacer fotos “hermosas”.

¿Entonces cuál es la intención?
Crear un mundo que se sostenga por sí mismo. Y que pueda hacerte sonreír.

¿Cómo surgió la serie que trabajaste en el ártico canadiense?
Al igual que el desierto boliviano de sal, la llanura polar cercana a Igloolik es un paisaje completamente desprovisto de color. Eso provoca fantasías sobre colorear temporalmente el lugar, como si el inmenso paisaje nevado fuera un pedazo de papel en el que pudieras crear tus propios dibujos. Uno de los proyectos que trabajé ahí fue un iglú hecho de bloques de naranjada congelada. Los hombres de la comunidad inuit me ayudaron a construirlo, algo que no fue fácil, sobre todo porque quienes tienen la experiencia para construir iglúes son los hombres más viejos de la comunidad.
Yo quería combinar dos aspectos que pueden verse hoy en día en las comunidades inuit: por un lado, las generaciones jóvenes llevando mo- dos de vida occidentales, trabajando con computadoras, bebiendo refresco y limonadas, y, por el otro, los ancianos, que todavía mantienen sus tradiciones y tienen las habilidades para sobrevivir en el ártico. El título, You Winter, let’s get divorced, es la frase de un viejo poema inuit, que me parece muy poderosa. Al escucharla puedes sentir el deseo de días más cálidos, pero al mismo tiempo está presente el invierno interminable. Y el paisaje también parece lamentarse.

¿Fue difícil trabajar en la llanura polar?
Sí, hubo muchas di cultades. Me tomó mucho tiempo contactar a los lugareños, luego viajar con ellos en sus trineos sobre el hielo, encontrar las locaciones adecuadas para las fo- tos, conseguir los materiales precisos, como la piel de oso polar que me prestó una anciana... Toma un buen rato conseguir todo. Y a todo eso hay que agregar las condiciones climáticas duras; algunas veces pasaba una semana completa con tormenta de nieve en la que de plano no se podía salir. Y las temperaturas podían ser tan bajas que di cultaban mucho salir y tomar fotos. Incluso un día en que estuve fuera por 20 minutos o un poco más, mi nariz resultó herida por congelación. Hay que ser muy cuidadosos con semejantes temperaturas.
La sencillez aparente de las imágenes de Hooft Graafland no suele dar pistas del proceso detrás de ellas, de las di cultades padecidas o de las exigencias de trabajar en esos escenarios inhabitados. Su labor está estrechamente ligada a la colaboración de los lugareños. Por ejemplo, para llegar a la imagen del iglú anaranjado, esa que puede provocar desde una sonrisa hasta un sentimiento de extrañeza, fabricó los bloques con refresco de naranja congelado y pidió ayuda para construirlo a un inuit. El iglú fue construido cerca de una escuela y, después de que ella obtuvo la foto deseada, se convirtió en sitio de reunión de los estudiantes.

¿Y cómo fue trabajar en el desierto boliviano de sal?
En Bolivia tuve suerte de poder via- jar y trabajar con el artista boliviano Gastón Ugalde y sus asistentes, lo cual hizo una gran diferencia. Pero las condiciones climáticas se ponían duras de repente. Podía hacer mu- cho frío, y la altura era tanta que me tomó un buen tiempo acostumbrarme. También se nos poncharon las llantas y tuvimos problemas mecánicos con la camioneta en el desierto. Y convencer a los lugareños para que nos ayudaran fue todo un reto; no siempre lo conseguimos.

¿Ves ligada tu obra al land-art?
Lo está de cierta manera. Me fascinan los trabajos de land-art que Robert Smithson hizo a principios de los 70. Ese enfoque de gran escala es muy estadounidense. Hay mucho espacio en Estados Unidos, y durante los 70, los artistas lo usaron como si la naturaleza fuera inagotable. Podías poner tu marca donde fuera, algo que ya no es posible.
Con Vanishing Traces (Rastros desaparecidos), la espiral de globos que situé en la laguna Colorado, al sur de Bolivia, quería rendir un homenaje al Spiral Jetty (Embarcad ro en espiral), de Smithson. En algún lado leí que al inicio planeaba construir esa pieza en ese lago en particular, pero fue difícil por lo lejano de la locación; por ello escogió el Great Salt Lake, de Utah. Yo utilicé globos sonda, que son de un material muy ligero; uno de ellos ya voló y los demás se disolverán con el tiempo, dando a la pieza un toque temporal.
Ana Mendieta es otra artista cuyo trabajo me intriga. Me encanta
la manera en que se las arregla para expresarse con un lenguaje muy poderoso, colocando su cuerpo en la naturaleza de formas muy íntimas
y discretas. Mendieta hizo sus per formances sin audiencia, sólo frente al ojo de su cámara. Por la misma época, sus colegas hombres estaban produciendo grandiosas obras de land-art. Siento a nidad con ella por lo temporal y efímero de su trabajo.
Tu obra está relacionada al mismo tiempo con la fotografía de naturaleza como con la instalación o el per formance.

¿Cómo surge ese vínculo? Me gusta encontrar paisajes que sean casi irreales, espacios que pa- rezcan de otro mundo, en los que no haya mucha presencia humana. Juego con ello al montar performances en esos escenarios. Y tam- bién para cuestionar nuestro papel en la naturaleza o mostrar lo pequeños que somos en comparación. Mi nostalgia por las regiones completamente naturales me empuja a explorar esos lugares remotos. Me fascina cómo la gente local consigue sobrevivir en ellos a pesar de las circunstancias inclementes. También es fantástico experimentar el espacio inmenso. Se tiene una sensación indescriptible de libertad.

¿Cómo escoges las locaciones?
Con frecuencia escucho sobre algo y comienzo a investigar. La mayoría de las veces, en pláticas informales. Por ejemplo, escuché el rumor de un artista de Bolivia que usaba un lago a manera de galería y que invitaba a artistas a crear obra en y alrededor del lago. Hice una larga investigación antes de dar con el rastro del artista, Gastón Ugalde, y plan- tearle las ideas que tenía para el lago. Entonces me invitó a ir, e incluso trabajamos juntos en algunos proyectos durante las visitas que hice a Bolivia. Me gusta que cuando cono- ces artistas de otros países, con bagajes culturales distintos, hablas un lenguaje común, y ese intercambio es enriquecedor.

¿Qué aprendiste de la naturaleza en Bolivia o Islandia?
Lo principal que aprendí fue lo po- derosas que pueden ser las circunstancias climáticas. En Bolivia, tuvimos que conducir durante días por el desierto de Uyuni, llevando con nosotros los materiales que usa- ríamos, y pasar la noche en las casas de los lugareños si encontrábamos alguno, o en la misma camioneta. Tampoco fue tan fácil viajar por Islandia. El clima podía cambiar en cuestión de minutos. Te podían sorprender fuertes tormentas de nieve, vientos furiosos, etcétera.

¿Y qué aprendiste de la gente que vive en esos climas extremos?
La gente vive ahí de una manera más intuitiva, sin agendas estrictas. Hay más armonía con la naturaleza, el clima dicta la actividad del día. Y experimenté la generosidad de esas personas, incluso aunque vivieran en circunstancias difíciles y no tuvieran mucho para compartir.

¿Por qué escogiste Noruega para el proyecto que estás trabajando? Cuando estuve en Igloolik escuché muchas historias de cazadores sobre las manadas de caribúes, de cómo se trasladan, con frecuencia en grandes grupos. Me fascinaban esas historias, pero era imposible verlos; estaban muy lejos. Entonces decidí venir a Noruega, donde el pueblo sami pastorea grandes rebaños de renos, menos salvajes que los caribúes, pero con muchas similitudes.
Aunque Noruega está cerca de Holanda, es un lugar muy diferente, con una naturaleza poderosa y casi intacta. Y el pueblo sami aún tiene una vida apegada a sus tradiciones, aunque ahora con tecnologías modernas. Así que me interesó vivir por un rato con ellos y aprender más de sus tradiciones, su forma de trabajar con los animales, etcétera.
En tus fotos hay vínculos raros entre la naturaleza y la gente...
Me gusta encontrar paisajes que sean casi irreales para crear situaciones surrealistas, casi como un “no lugar”. Se puede llegar a pensar que las imágenes tienen trabajo en Photoshop, pero yo nunca trabajo con lo digital. Aunque me gusta jugar con esa ambigüedad. Casi como una pintura de Magritte.


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